domingo, 11 de septiembre de 2011

La historia de Amaia.

Estaba ella, Amaia. Una niña tierna y misteriosa. Ella mantenía una conversación de la vida con el dolor, el dolor le recordaba lo sucedido; la tristeza por su parte, consolaba a la niña, limpiando sus lágrimas; por último su amiga la soledad, siempre tan fiel, siempre tan fría, la esperaba en su habitación, y esta vez, abrazó a la niña, otorgándole una cálida desconfianza.

Amaia no entendía lo que el dolor le trataba de explicar, y la nena le pregunto a la tristeza -¿Por qué a mi?- la tristeza no le respondió; seguido, entra su padre a la habitación, el miedo entra con él y la soledad se esfuma porque le teme a grupos mayores de dos personas, es tímida la pobre; Amaia la incomprensible nenita se pregunta si la soledad volverá, entonces el miedo le responde -yo te acompañaré mientras vuelve- la nena se queda sin articular palabra. El miedo sólo acompaña a Amaia cuando su papá entra a la casa pasado de copas. Ella odia al miedo, pero por un momento, ni el dolor, ni la tristeza y ni la soledad están acompañándola, sólo el miedo está con ella. Por unos segundos este le dice cosas Amaia, Amaia le dice cosas al miedo; el despreciable padre también le dice cosas a ella, entonces es cuando el miedo decide acercase un poco mas a la niña, y la tristeza vuelve, como un escudo sin protección, vuelve envolviendo a la nena. La tristeza estaba debajo de la cama, escondida. El miedo se acerca más, mientras el padre le grita cosas a Amaia, ella no le entiende, tampoco quiere entenderle, no quiere escucharlo, no quiere verlo, ella sólo quiere que la soledad vuelva, sólo quiere que esa amiga la abrace. El miedo se acerca más, le da un beso en la frente y le tapa los oídos, la tristeza, como siempre tan insegura, no supo que hacer, así que torpemente le cerro los ojos a Amaia, lastimandolos paulatinamente, haciendo que Amaia llore cada vez mas y mas. Pero, con el miedo y la tristeza cerrando sus ojos y sus oídos, ella no escuchaba, tampoco veía, sólo sentía. Por escasos segundos, el mundo de Amaia estuvo en silencio, un silencio tan viscoso y penetrante como el rencor. La tristeza se volvió a esconder, liberando los ojos de la niña, fue instantes de segundos, o tal vez años enteros lo que tardo el dolor en volver, fue como un relámpago, introduciéndose por cada nervio y poro de la nena. Ella vio como el dolor vino agarrado de la mano de su padre, sin las lágrimas tapando sus ojos, pudo ver como su amigo el dolor intentaba que este no moviera su brazo.

El dolor es débil, el lo acepta, y cuando se vive mucho tiempo con el dolor él nos enseña a ser más fuertes; Amaia era sólo una niña, por eso el dolor no quería enseñarle eso aún, el dolor tampoco quería estar en la vida de Amaia, pero su padre lo mantenía constantemente junto a ella. Fue entonces cuando el dolor golpeó con el rostro de ella, él no quería, pero su padre era tan fuerte, que lo lanzó como una pelota de béisbol. El dolor se sintió culpable por lo que hizo, aunque no fue su culpa, pero aún así lo hizo... y fue tan bueno el dolor, que durmió a Amaia en un profundo sueño, donde la tristeza no existe, donde el miedo no entra, donde la soledad no es su única amiga y donde el dolor, el mismo que la durmió, se transforma en amor, en Dios.


Texto creado por ZAMYR S.
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Y DENUNCIA al maltrato infantil.

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